El hallazgo de los cuerpos acribillados desató la indignación nacional. El Gobierno impone control militar en la zona, mientras se cuestiona el silencio del premier y la negación previa del secuestro.
La presidenta Dina Boluarte decretó un toque de queda en la provincia de Pataz (La Libertad), tras la confirmación del asesinato de 13 mineros secuestrados por bandas criminales.
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La medida regirá de 6:00 p.m. a 6:00 a.m. por 30 días y será oficializada mediante decreto supremo en el diario El Peruano.
La decisión llegó luego de una reunión con el gobernador regional César Acuña y el alcalde de Pataz, Aldo Mariño, quienes demandaban incluso un estado de sitio.
Boluarte también anunció la instalación de una base militar permanente y la suspensión total de la actividad minera en la zona como parte de una respuesta de contención.
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La masacre negada
La conmoción creció tras la difusión de un video grabado por los secuestradores, donde se observa cómo los mineros fueron ejecutados a quemarropa.
Los cuerpos, hallados juntos en un socavón, pertenecían a trabajadores de la empresa R&R, contratista vinculada a Minera Poderosa.
El escándalo se intensificó cuando el premier Gustavo Adrianzén, el 30 de abril, negó haber recibido denuncias formales, afirmando que solo existían “audios presuntamente relacionados”.
Esta declaración fue desmentida por familiares, quienes aseguran que la denuncia fue presentada con fecha exacta.
“Usted es un patán”, expresó Enrique Carbonel, padre de una de las víctimas, acusando al premier de negligencia y mentira. Varios congresistas también han exigido su renuncia inmediata.
Una provincia sin ley
Pataz, intervenida por la minería ilegal desde hace años, ya se encontraba en estado de emergencia.
La masacre revela la magnitud del control criminal en la zona y la incapacidad del Estado para prevenir estas tragedias. La violencia aurífera no solo destruye territorios: devora vidas con impunidad.
La reacción del Gobierno llega tarde y con víctimas sobre la mesa. El toque de queda no devolverá las vidas perdidas, pero debería marcar el fin de una permisividad fatal.
Hoy, más que nunca, el Perú necesita un Estado que no desaparezca donde más se lo necesita.