La violencia en el mundo sigue escalando a niveles macabros. Lo que antes eran ejecuciones a balazos en plena calle o encajuelamientos, ahora muta hacia métodos más fríos y calculados: el francotirador.
Una familia lo vivió en carne propia cuando un hombre, sentado tranquilamente leyendo su periódico junto a su esposa e hija, recibió un disparo certero en la cabeza. El ataque, lejos de ser un acto fortuito, fue un mensaje.
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El crimen ocurrió en plena luz del día, en una zona residencial que ahora se suma a la larga lista de espacios violados por la impunidad.
El homicida no dejó rastro, solo el casquillo percutido y el terror instalado en los testigos. Las autoridades, como suele ocurrir, llegaron tarde: el agresor ya se había esfumado, y la investigación promete sumarse al archivo de casos sin resolver.
¿Qué lleva a los grupos criminales a optar por francotiradores?
Precisión, intimidación y una brutal profesionalización de la violencia. Ya no basta con matar; ahora se busca hacerlo con la crudeza suficiente para que el mensaje cale en rivales… y en la sociedad.
Cada vez más, los cárteles importan tácticas de guerra irregular, copiando incluso a organizaciones terroristas.
México vive una crisis de seguridad que se reinventa, mientras el Estado sigue sin respuesta. Las familias, como la de esta víctima, quedan atrapadas en el fuego cruzado de una guerra sin reglas. La pregunta es inevitable: ¿hasta dónde llegará la barbarie?
Mientras, la gente empieza a mirar con desconfianza no solo las esquinas oscuras, sino también los techos y ventanas. Porque ahora, hasta en el acto más cotidiano—como leer un periódico—puede estar la muerte acechando.
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