Exmilitares colombianos entrenan sicarios y siembran minas en Michoacán mientras las autoridades mexicanas y colombianas fallan en frenar esta amenaza internacional.
La sombra de los Viagras y la huella de Colombia
En La Ruana, Michoacán, el dolor tiene nombre: Hipólito Mora. Fue asesinado con más de mil balas disparadas por 25 sicarios de Los Viagras, un grupo criminal que ahora cuenta con un refuerzo letal: exmilitares colombianos.
Su hermano, Lupe Mora, hoy vive bajo escolta y denuncia sin rodeos: “Andan con drones, explosivos y sicarios. Son sanguinarios, vienen a lo que vienen”.
La presencia de mercenarios colombianos, entrenados en guerra irregular, ha escalado la violencia en México. En pueblos limoneros y aguacateros como La Ruana o Los Reyes, el terror no duerme. Aquí los niños ya no juegan en la calle. Aquí vuelan drones que no graban, sino matan.
Reclutamiento vía WhatsApp y agencias de viaje
Las ofertas son directas y sin disfraz: “Trabajo para un cartel. 40,000 pesos al mes. Limpias la plaza. Obedeces al comando.”
Así reclutan a exmilitares de entre 22 y 42 años desde grupos de mensajería, a menudo con ayuda de agencias de viajes que instruyen qué ropa llevar y qué decir en migraciones. ¿El pretexto? Turismo. ¿El destino real? La guerra de los carteles.
Las autoridades mexicanas calculan entre 2,000 y 3,000 mercenarios colombianos activos en el país. Se les contrata no solo como ejecutores, sino como entrenadores: enseñan tácticas bélicas, colocación de minas, manejo de explosivos y guerra con drones.
Traen consigo una cultura del conflicto más estructurada, más fría, más letal.
La respuesta tibia de Colombia y el fracaso de AMLO
México ha solicitado ayuda. Colombia ha ofrecido silencio. La administración de Gustavo Petro no ha implementado medidas firmes para frenar el “mercenarismo”. Ni siquiera tras la detención de 12 colombianos por el asesinato de ocho militares mexicanos.
El sexenio de Andrés Manuel López Obrador apostó por una estrategia fallida: “abrazos, no balazos”. Hoy, la presidenta Claudia Sheinbaum y su secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, intentan revertir el desastre.
Pero lo hacen con un enemigo mejor armado, mejor entrenado, y dispuesto a morir por 2,500 dólares mensuales.
Campos de guerra en huertas de aguacate
En Uruapan, el “oro verde” dejó de ser solo aguacate. Ahora también crecen fusiles y tácticas de guerra. En una huerta, la Guardia Nacional encontró municiones, pasamontañas, chalecos tácticos con logos del CJNG. El alcalde Carlos Manzo fue testigo: “Estaban organizados, nos vigilan con drones”.
Los videos hallados en el celular de un detenido muestran a reclutas haciendo flexiones, prácticas de tiro y simulacros de ataque. Una escena sacada de Irak, pero en suelo michoacano.
Un futuro de plomo y silencio
La violencia ya no solo se siente, se escucha: explosiones, ráfagas, minas activadas por vacas o niños. El padre José Luis Segura, amenazado por El Güicho, tuvo que huir tras intentar detener la barbarie. “Las costumbres criminales son más fuertes que las católicas”, confiesa.
México se desangra entre la impunidad, la geopolítica del narcotráfico y una guerra que se profesionaliza. Colombia exporta soldados sin patria; México recibe sicarios con instrucción militar. En esta alianza del horror, el Estado parece superado y la sociedad, abandonada.
Mientras no haya voluntad política real ni cooperación internacional efectiva, la violencia no disminuirá. Al contrario, se volverá más técnica, más precisa, más mortal. Y La Ruana, como tantas otras comunidades, seguirá siendo campo de guerra.
¿Hasta cuándo México tolerará que sus montes y sembríos se conviertan en trincheras? ¿Hasta cuándo Colombia seguirá ignorando que sus veteranos son piezas clave del terror al sur del Río Bravo?