Asesinato a la vista del Estado
El asesinato de dos jóvenes en las inmediaciones de Tepuche, en Sinaloa, a tan solo 500 metros de un campamento militar, revela con brutal claridad el dominio que ejerce el crimen organizado en vastas regiones del país.
Este no fue un crimen cualquiera ni un hecho aislado: es una ejecución deliberada en el corazón de un territorio custodiado por fuerzas federales.
Los cuerpos fueron encontrados ejecutados, casi como una firma. No es sólo una tragedia, es un mensaje: “Podemos matar aquí, delante de ustedes, y no pasa nada.” La cercanía con el puesto militar no parece accidental. Es una burla, una provocación, un acto de soberanía criminal que desafía la narrativa oficial de control.
Eficiencia criminal, inteligencia y control del territorio
El “levantón” —como se conoce al secuestro exprés con fines de ejecución— ocurrió sin que las fuerzas de seguridad lo advirtieran o respondieran a tiempo. Esto sugiere una logística precisa, conocimiento detallado de los tiempos de reacción, y una capacidad táctica que pone en ridículo al aparato estatal.
Aquí no hablamos de improvisación. Hablamos de un crimen ejecutado con inteligencia, planeación y con un dominio absoluto del terreno. El Cártel de Sinaloa opera como una estructura militar paralela: sabe dónde están los soldados, cómo actúan, qué rutas usan, y, sobre todo, sabe que no intervendrán.
¿Estado ausente o cómplice?
Que un doble homicidio ocurra a menos de medio kilómetro de un campamento del Ejército sin reacción inmediata pone sobre la mesa una pregunta incómoda: ¿el Estado mexicano está rebasado o ha cedido? ¿Se trata de debilidad o de complicidad?
En regiones como Sinaloa, el Ejército patrulla, pero no incomoda. Observa, pero no actúa. Y cuando actúa, lo hace selectivamente. La población ya no espera justicia ni protección: espera que no le toque a ella.
La normalización del horror
Este tipo de asesinatos ya no sorprenden. En Culiacán y sus alrededores, los levantones, ejecuciones, balaceras y “mensajes” con cadáveres son parte del paisaje. Solo los medios locales más comprometidos se atreven a informar. Lo demás es silencio.
La violencia, en estos contextos, no es solo una consecuencia del narcotráfico: es su herramienta de control social. Impone miedo, castiga la disidencia y establece un orden paralelo. La población aprende rápido qué se puede decir, a quién se puede mirar, y qué preguntas jamás deben hacerse.
Silencio oficial: la omisión como costumbre
Las reacciones del gobierno ante estos hechos son siempre tibias o nulas. Declaraciones vagas, comunicados escuetos, investigaciones que no avanzan. Ni siquiera hay una condena pública firme. Y cuando hay, llega tarde.
No es casual. El Estado ha perdido la narrativa. Ya no puede sostener el discurso de seguridad y control cuando los criminales ejecutan con precisión quirúrgica a unos pasos de un campamento militar.
Un poder paralelo que se regenera
Este doble asesinato no es solo una tragedia, es una representación del poder. Una coreografía macabra que revela la sofisticación y el nivel de organización del crimen organizado. No se trata de bandas improvisadas. Es una estructura de poder que desafía, sustituye y a veces coopta al Estado.
Y cuando el Estado logra un golpe, el crimen se regenera. Los operadores son reemplazables. Como piezas de ajedrez, caen y son sustituidos en minutos. Porque aquí, lo que importa no es el individuo, sino el sistema que lo sostiene.
Sinaloa no es una excepción. Es un espejo de lo que ocurre en muchas regiones de México donde el Estado ha perdido —o cedido— el control. Y mientras sigamos hablando solo de “narcotráfico” y no de “poder paralelo”, seguiremos leyendo cadáveres como estadísticas y campamentos militares como simples decorados.